Se cansaban de acariciarla. No es que
no fuera “acariciable”, sino precisamente porque lo era
demasiado, y demasiado siempre es mucho, más de lo deseable.
Remedios era una mujer joven, rondaría
los treinta y cinco. Sabiéndose hija de una historia de vida poco
amable, aprovechaba su infortunio para contárselo a quien le pusiera
orejas.
De ese modo ganaba amistades con la
misma rapidez que las perdía, cosa que le confirmaba aún más su
mala suerte en la vida. Lejos de preguntarse porqué las personas se
alejaban de ella, se recreaba en su desdicha.
Las quejas eran su oración de gracias,
porque gracias a ellas podía quejarse y llorar, y seguir quejándose
y seguir llorando. Eso sí, este ritual debía hacerse en compañía,
y ésta debía dar fe de tal injusticia, recibiendo los lamentos y
acariciando con devota compasión a la desconsolada. ¿Qué es la
amistad, sino? Poner el hombro para que se llore en él y
acariciar...acariciar...
Y así Remedios, haciendo honor a su
nombre, halló “el remedio” a su mal: “Si sigo llorando me
seguirán acariciando.” Sin darse cuenta que la compasión cuando
se exige se convierte en tiranía, y nadie razonablemente sano decide
voluntariamente someterse a su mezquino mandato.
Un día, Remedios me dijo con renovado
entusiasmo: “He hecho una amiga, mayor que yo, que me cuida
mucho...las dos decimos que me ha adoptado” y sonrió sin darse
cuenta que pronto volvería llorando porque la nueva amiga la habría
dejado...
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