“No puedo decirle que la dejo. Me
sentiría fatal por ella, pobre...”
¿Hay algo reprochable en el noble acto
de la compasión? Al parecer no. Seguramente nos pondríamos
de acuerdo en eso. Pero si te cuestiono tu verdadera motivación para
evitar enfrentar una decisión difícil, como puede ser abandonar una
relación que no te satisface, aunque ésta haya formado parte de tu
vida en los últimos 30 años, probablemente quieras insistir en tu
generosidad compasiva. ¿Y sabes por qué? Porque el autoengaño
es más tolerable si se justifica con nobles voluntades. Por eso
se llama “autoengaño”.
Sospecho que no es tu amabilidad para
con ella lo que te frena, lo que te impide decirle lo que necesitas
decirle, y en consecuencia, hacer lo que necesitas hacer.
El asunto es que temes la respuesta de
ella, su tristeza o su enfado. No sabrías qué hacer con eso, porque
es incómodo de agarrar, escurridizo y poroso. Tendrías que tragarte
lamentos, reproches, llantos y hieles. ¿Y qué hay de las familias y
amigos?.Esperar que lo entiendan y te apoyen, veces, es esperar
mucho. Y uno teme sentirse solo.
Seguramente, lo que motiva tu inacción,
tu evitación a la toma de decisión que mentalmente ya tomaste y
emocionalmente ya superaste, es una de las sensaciones más
aterradoras que un ser humano pueda sentir: LA CULPA. Saberse agresor
en el dolor del otro es un freno maravilloso para no atreverse a
hacer lo que uno necesita hacer, que es algo tan baladí como vivir
la vida que uno quiere vivir. Libre y responsablemente.
La culpa nos hace prisioneros,
convirtiéndonos en observadores pasivos de nuestra propia vida. Algo
tan amargo que bien vale ocultarlo bajo el sagrado manto de la
benevolencia y la compasión. El sacrificio abraza al rehén para
mantenerlo cautivo.
Amigo, no le llames compasión, llámale
culpa.
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