Aquella pareja pedía a gritos una
reconciliación. Su batalla dialéctica era tan apasionada que
levantaba miradas entre los allí presentes. ¿Cómo no hacerlo? Los
comensales del pequeño restaurante parecíamos estar invitados a
formar parte del espectáculo. Al fin y al cabo, si uno grita no
puede esperar que no se le oiga, menos aún que se le ignore... A los
pocos minutos, me atrevería a decir que los espectadores nos
habíamos repartido posiciones, los unos amparando al santo varón, y
los otros abrazando a la sufrida esposa. Se podía oír los murmullos
en algunas mesas, que no tardaron en hacer de aquella escena, su tema
de conversación. Al rato, la pasión al esgrimir argumentos de
culpabilidad o inocencia se había extendido por las mesas como un
virus...¡Fantástico! Una prueba evidente de que LA VERDAD no tiene
dueño.
Desde mi cómoda distancia, me permití
observar la escena con auténtico asombro. Juzgar es fácil.
Esforzarse en comprender requiere
mucho músculo, materia gris en movimiento. Agotador...
Somos seres fascinantes. Auténticas
máquinas al servicio de una lengua insaciable que no se detiene ni
para tragar saliva. Hacedores de hipótesis disfrazadas de
verdades ¡Pero con qué arte que las manejamos! ¡Qué
vehemencia! ¡Qué autoridad! Somos grandes. Me rindo a nuestra
capacidad...
¿Qué sabíamos nosotros de aquella
pareja? ¿qué información manejábamos sobre su historia? Ninguna,
pero eso no impidió que se les juzgara por lo aparente. Y para
colmo, cada cual había interpretado lo ocurrido según sus ojos
vieron y su cerebro procesó.
Lo gracioso del asunto es que los
invitados al espectáculo reprodujimos el mismo patrón que los
protagonistas de la escena, embriagados por la necesidad de ser
reconocidos públicamente como “tenedores de la razón”. Y es que
no nos basta con sentir que la tenemos, necesitamos que nos la
reconozcan, y claro, el otro lo hará o no.
¿Y cómo se queda uno cuando le niegan
“ese derecho”?
Al rato volví a interesarme por la
pareja y los busqué con la mirada. Allí seguían, pero más en
cuerpo que en alma. Y es que pelear, cansa. No hay empeño más
estéril que forzar al otro a reconocer su error, más aún si el
error es nuestro.
Se invierte energía que no resuelve
nada, invitando a la impotencia a ser testigo silencioso de una
estúpida batalla. Y la impotencia es muy potente, cuando se pone a
trabajar arrasa e invita a su vez a la desesperanza. Un círculo
perfecto, de pronóstico predecible.
Tener o no tener razón, ¿de verdad es
ésa la cuestión?
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