No deja de ser curioso lo de algunas parejas. Llegan armados
hasta los dientes. Puedes verlos entrar con paso firme y rostro exhausto, y es
que llegan cansados pero dignos, dispuestos a batallar, sin treguas, sin
respiro. Porque al enemigo, ni agua.
Se sientan alejados, cada cual en un extremo del sofá,
simulando un ring.
No se miran. Me miran. Me habla el uno del otro como si el
otro y el uno no estuvieran allí. Se acusan. Se escupen lindezas. Se
recriminan. Mucha rabia y sobre todo dolor. El dolor disfrazado de rabia es
punzante. Hiere, tira a matar.
Y transcurre el asalto entre campeones de la desdicha. Un
izquierdazo por aquí, un gancho por allá. No se escuchan. Sólo se oyen a sí
mismos buscando mentalmente qué decir para contraatacar, para ganar. Es lo que
hacen los combatientes. No resuelven, perpetúan. Nadie quiere ser vencido sino
vencer. Cargarse de razón, que no de razones, sin darse cuenta que la razón
nunca tiene un solo dueño, como La Verdad. Y para colmo, ¿a quién importa?.
¿Es el otro el enemigo? Si se compite se busca vencer al
vencido, sin pensar que hay que vivir con él.
Ese baile de boxeo, atacarse y defender, sin escuchar o
proponer, o siquiera disculparse o intentar entender, es un baile penoso.
Cansino. Yermo. Los luchadores aún no han descubierto que jamás uno vence.
Jamás.
Si el otro se derrota, si está mal, si se hunde, el vencedor lo hace con
él, porque vivir al amparo de la amargura no es vivir bien, por muy laureado
que uno esté.
Pero la miel del triunfo se saborea, aunque nunca se haya
probado ni se vaya a probar jamás.
El absurdo hecho verdad: Antes de empezar una batalla hay que asegurarse de que el enemigo no sea uno mismo…
Escena tomada de la película "La guerra de los Rose", director Dani De Vito
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