“Terminé por admitir que me había muerto a la edad de 9
años, y el hecho de aceptar la contemplación de mi asesinato, equivalía a
convertirme en un cadáver. (...)
Después, cuando para mi completo asombro, la vida comenzó a
alentar de nuevo en mí, me quedé muy intrigado por el divorcio entre la
melancolía de mis libros y mi capacidad para la dicha. (...)
Este paso de la oscuridad a la luz, exige aprender a vivir
una vida distinta.
El hecho de abandonar los campos de concentración, no
significó la libertad. Cuando se aleja la muerte, la vida no regresa. Hay que
ir a buscarla, aprender a caminar de nuevo, aprender a respirar, a vivir en
sociedad…”
El patito feo, de Cyrulnik Boris.
¿Qué puedo añadir?
Cuando leí este fragmento del libro, entendí.
Los niños que han sufrido vivencias traumáticas:
desnutrición emocional, infravaloración,
desprecio, o lo que es aún peor, la más absoluta indiferencia, se sienten
morir. Niños huérfanos de saberse queridos (o mejor, bien queridos) sufren en
silencio la tortura del destierro, y es que sentirse expulsado del amor
familiar, lleva al ostracismo emocional.
Pero muchos de esos niños resurgirán de la muerte. Se
construirán fuertes en el camino a la adultez, confiando en un futuro mejor,
sintiéndose merecedores de algo bueno y resistiendo a la resignación. Serán niños
resilientes, que superarán su propia muerte emocional para renacer más vividos.
Luchadores, fuertes, esperanzados y sobre todo esforzados, para llegar a
reconstruirse como seres dichosos y libres.
Y es que la DICHA, o felicidad, como algunos la llaman, se
alcanza perseverando, con tesón, con esfuerzo y aprendiendo.
Hace unos días una buena amiga me preguntó: ¿Eres feliz o
estás feliz?
No se es, se está. La dicha implica trabajo, a veces esfuerzo y siempre dedicación, para volverse disfrute. En definitiva, implica hacer algo. Lo
importante no son las cosas que le pasan a uno, sino qué hace uno con las cosas
que le pasan.
Viviendo la vida que uno quiere vivir descubre cómo quiere
vivirla. La aprende y la disfruta.
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