El ser
humano es odiable y odioso por naturaleza. Cuestión de supervivencia
ancestral. Ya lo dijo Norman Dixon: “La
paz es un estado en el que nuestra propensión a la guerra se ve simplemente
sublimada o reprimida”.
Nos
enseñaron mal quienes nos inculcaron que sentir emociones “negativas” es un signo
de vileza, que nos convierte en algo peor que en mala gente, en un ser despreciable merecedor de nada bueno.
Las
emociones no son ni buenas ni malas. Son. Y gracias a ellas podemos manejarnos
por la vida recibiendo información útil acerca de qué nos gusta y qué no, qué
queremos y que detestamos, que buscamos y que evitamos. También el odio en
cualquiera de sus versiones es una bendición. Si existiera Dios, sin duda sería
su mejor legado. Nada mejor que saber
qué no queremos para virar en otra dirección sin perder más tiempo. Esa es su
utilidad. Sublime si se aprende a utilizar.
Ésta es la
historia de Judit y Sara.
Dos hermanas
jóvenes, rondaban los veintilargos, y aún peleaban entre sí como dos
chiquillas. Las broncas en casa eran bien conocidas por sus vecinos, quiénes en
alguna ocasión habían tenido que llamar a la policía, espantados por el ruido
de los golpes.
Vivían con
su madre, una mujer depresiva, victimista y muy odiable. Las hijas sufrieron
(porque no vivieron) una infancia infeliz, acompañadas más que por sus padres,
por los gritos y peleas de éstos. Crecieron confundidas, nerviosas, asustadizas
y gritonas. Con el tiempo, el padre las abandonó, y la madre hizo lo mismo pero
“de cuerpo presente”, porque hay quien vive muerto y mata viviendo.
Entre quejas
y lamentos de una madre desdichada, Judit y Sara crecieron como pudieron. Les
dolía tanto ver a su madre en ese estado perpetuo de autocompasión
culpabilizante que lo intentaron todo. Pero nada funcionó, lo cual les
recordaba lo inútiles que estaban siendo como hijas. Atrapadas en una lucha
absurda por salvar a quien no desea ser salvado, las hermanas se odiaron. Era
más soportable desplazar la rabia hacia sí mismas y entre ellas, que lanzarla
contra quien de verdad va dirigida: la Santa Madre. La sufriente. La enferma.
La pobre…
Judit y Sara
odian por amor, aunque no lo saben. Capaces de sacrificarse a sí mismas para
proteger a una madre. Una odiosa gestión de una sana emoción.
Aquellos
padres que ayudan a sus hijos a reconocer y a sentir sus deseos destructivos y
les enseñan a canalizarlos por vías no destructivas, les están regalando salud
mental. Crecer reprimiendo instintos es saberse anormal y seguramente, malo.
Pero el odio
tiene muchas formas, casi todas saludables si se saben leer bien.
1 comentario:
Este post es de tal calado que se ponen los pelos de punta. Que fácil es que arraiguen según que percepciones sobre nuestras emociones y que difícil es desprender de ellas. Saludos Mayte.
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