Tenía el aspecto de alguien culpable.
No tanto porque lo fuera, sino porque lo parecía. Ese es el enorme
poder de la actitud que uno asume.
Inés acudió a terapia porque decía
no saber cómo complacer a su Don Juan. Su sufrimiento era enorme y
sus síntomas depresivos.
Hiciera lo que hiciera parecía no
satisfacerlo. A lo largo de los casi ocho años de relación (con
algún descanso forzoso a voluntad de él), Inés había destinado su
vida a consagrarlo. Su dedicación era absoluta, habiendo llegado a
esa devoción sin darse cuenta, poco a poco, sacrificando día a día
una porción de su libertad.
Dejó de frecuentar a sus amigas, de
las que se fue apartando paulatinamente, al principio llena de
razones y al final cargada de excusas. Luego dejó de ir a sus
clases de baile, a sus paseos por la playa, y a todo aquello que no
lo implicara a él.
A cambio de su disponibilidad a tiempo
completo, Juan le devolvía desprecio y humillaciones, vejaciones,
también. Golpes escupidos en forma de palabras que herían más que
los puños. Inés, como buena devota, los encajaba poniendo la otra
mejilla y suplicando perdón.
Cuando se conocieron, ella sufría de
“Miopía inicial”, esa maldita dolencia que impide ver más allá
de tus propias narices. En aquella época, Juan ya apuntaba maneras
con gestos desagradables y alguna palabra fuera de tono, que ella se
afanaba en puntualizar con un “ya pero en el fondo es muy majo”,
como si hubiera que bucear en las profundidades de una persona para
encontrar lo que se aprecia de ella.
Con el tiempo, la miopía inicial se
convirtió en “Estrabismo tardío”, una suerte de mal que te
permite ver bien todo lo que el otro hace por mezquino que sea. Una
especie de alucinógeno que obliga a ver la realidad deformada.
Inés pasó de la duda razonable “¿seré
yo quién está viendo las cosas como no son? a la sentencia
condenatoria: “él tiene razón, yo tengo la culpa”
Se inocula el virus de la duda que dará
lugar a la infección.
Los continuos reproches de Juan, la
crítica, las burlas, la humillación, el silencio punitivo, la
manipulación, la acusación...eran formas de abuso que buscaban
mermar la integridad psicológica de Inés.
Juan era un abusador, un maltratador
cuya seguridad emocional dependía de tener el control. Y cuando se
busca subyugar no hay negociación ni compromiso. Mucho menos amor.
En una relación saludable y viva,
no hay un yo observador e inalterable que está midiendo al otro. Hay
reciprocidad. Un enriquecimiento y cuidado mutuo.
Inés aprendió a esquivar las batallas
asumiendo su derrota. Se tragó la rabia, acusándose a sí misma, y
añadió al dolor el autodesprecio, la forma más dramática de
humillación porque proviene de uno mismo. Pronto aparecerían los
síntomas depresivos que la llevarían a terapia.
Cuando se tiene el “yo”
secuestrado, ¿Cuál es el pago por su rescate?
Pasar de la mirada centrada en ÉL:
“Pero él dice, pero él piensa, pero él...él-él-él” a la
mirada centrada en sí misma: “Yo opino, yo siento, yo creo, yo
quiero...” será el pago necesario que le llevará a enfrentarse
al aislamiento y a comprender la solitaria responsabilidad que tiene
por su propia vida; que es ella quien la ha creado, y que es ella y
sólo ella quien puede cambiarla.
Al final, con suerte uno aprende
qué puede obtener de los otros, pero también, qué no puede obtener
por más que se sacrifique.
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