Le ocurría siempre lo mismo y no
entendía porqué. El mundo era hostil con ella, sin duda.
Su historia de pareja no era para tirar
cohetes, sino más bien, de traca. El marido, un hombre poco amable y
de gran mezquindad, la trababa a patadas. No es que ella se quejara
siempre, no, “pero es que, a veces, él se pasaba,” palabras
textuales.
A menudo, Socorro, pedía auxilio. Pero
lo hacía de una forma equivocada. Cuando uno ya no puede más (o
decide no querer más) suele quejarse. Es un primer paso. Socorro lo
sabía bien porque su vida transitaba entre este primer paso y la
vuelta atrás.
Cuando Roberto, su marido, hacía algo
que la disgustaba, Socorro acudía de inmediato a sus parientes y
amigos, y les ponía al corriente de sus “fechorías”. Lo
criticaba con saña y le atribuía toda la culpa de su mala vida.
Ella, pobre infeliz, inconsciente de su responsabilidad en tolerar lo
intolerable, vomitaba , sin saberlo, su propia hiel.
Y como ocurre con las indigestiones,
una vez vomitas, te alivias y sigues tragando.
Socorro regresaba a su casa, aliviada,
después de vomitar a parientes y amigos. Sentía la indignación de
ellos como prueba de su verdad. Ellos estaban de su parte, y la
cargaban de razón. Roberto era el malo, sin duda.
La cosa se torcía cuando se
reconciliaba con él. Ocurría que esos familiares y amigos, los
mismos a los que acudía para señalar a Roberto como un dechado de
virtudes cada vez que se le indigestaba, ya no estaban dispuestos a
olvidar de nuevo. Y, entonces, Socorro se enfadaba. Pretendía que
estuvieran a bien con el bendito de Roberto. Les exigía “borrón
y cuenta nueva”, sin entender que ya eran muchos los borrones y
demasiadas las cuentas.
“Ellos no me quieren bien, pobre de
mi” se quejaba lastimera, intercalando críticas con soberano
desprecio.
Y es que Socorro no pedía auxilio,
exigía penitencia eterna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario