"No es que ellos no
puedan ver la solución, es que no pueden ver el problema" (G.K.
Chesterton)
Acudieron a terapia
religiosamente, casi con devoción cristiana. Suponían que la
bienintencionada terapeuta no incurriría en temas espinosos que
pudieran hacer peligrar su maravillosa relación marital. Al fin y al
cabo, se supone que uno va a terapia para "arreglar" las
cosas, no para discutir(las).
Pero supusieron demasiado,
y demasiado siempre es mucho. Siempre.
Aquellos tortolitos que
una vez fueron, quedaron atrapados en su dulce estampa. Estampados.
Congelados en el miedo de ser descubiertos como cómplices de una
infelicidad encubierta. Deshonestos con ellos mismos y con el otro,
se cruzaban palabras amables, sonrisas cordiales y se daban la razón
insistentemente, con movimientos de cabeza nerviosos, constantes,
como lo hacían aquellos perritos que hace décadas habitaban en la
parte de atrás de los coches.
Y es que lo cortés, a veces, sí quita lo valiente.
Tantos años evitando
hablar de lo que de verdad importa, lleva al ostracismo: Sentirse
solo aún viviendo muy acompañado.
Empeñarse en "no
tocar temas" provoca cierta situación grotesca, sobre todo en
un contexto de psicoterapia, donde lo que se esconde es precisamente
lo que emerge.
Una escena curiosa, más trágica que cómica.
Se invierte mucha energía
en no decir lo que uno necesita decir a quien necesita decírselo. En
lugar de eso, se finge estar bien y se malgasta un tiempo precioso en
ocultar lo que ni merece ni debe ser ocultado. Parchear la angustia o
el agravio o la rabia o lo que sea que uno sienta con respecto a su
pareja por no atreverse a decir o a hacer, supone buscar atajos. Un
buen amigo puede servir, aunque vomitar sobre él todas nuestras
cobardías,sólo nos hará más conscientes de nuestra desdicha, nada
más. El tiempo no cura nada, ni nada arregla, a no ser que uno haga
algo con él. El tiempo sólo pasa.
Y la triste parejita
descubrió más tarde que pronto, que el problema no es hablar y
discutir y enfadarse y llorar y temer y preocuparse y sufrir...El
problema, es precisamente no hacerlo.
Y aprendieron que cuando
las palabras no se pronuncian, aunque no se digan, ahí están. Sólo
se esconden, no se van. Y el tiempo no las borra, las reescribirá...
ilustración: El Roto
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