“No sé qué me pasa con las mujeres”, decía Marcos algo
quejicoso.
“He tenido cuatro parejas, y aunque sólo me casé con dos,
las cuatro fueron mis esposas: Me ataban.
He acabado pensando que no estoy hecho para la vida en
pareja, pero no sé estar solo.
Ahora convivo con Esperanza. Una buena mujer
cuyo nombre pensé que hablaba de mí.”
Esta es la historia de un muchacho que creció más mal
acompañado que solo. Y como dice el refrán, no es buen negocio. Vivió en una
familia poco afectuosa, donde el cariño era una debilidad vergonzosa. Bastaba
con ser correctos. Padres y hermanos se movían por la casa como piezas
inconexas pero debidamente ordenadas. No se tocaban, no se hablaban, no se
molestaban. Para ellos, ese era el verdadero amor y respeto.
Al hacerse mayor, Marcos transitó por la vida sin
alejarse demasiado de los suyos. Algún escarceo amoroso pero sin mucho
compromiso. Que corra el aire, pensaba. Se dejó querer sin querer demasiado.
Vagaba por las relaciones con descarado desinterés, esperando no ser descubierto.
Al final, siempre le pedían más de lo que estaba
dispuesto a dar, y abandonaba las relaciones con peregrinas argumentaciones, si
se dignaba a hacerlas. Huía, sin más. Recriminaba, nada menos. Sus parejas le
exigían, decía Marcos algo quejicoso. En realidad no. Sus parejas le pedían ser
pareja, eso es todo. Formar parte de su vida, ser tomadas en cuenta,
escuchadas, vistas, queridas.
Marcos se paró a observar y descubrió, no sin poco dolor,
cual era el patrón que repetía, aquel que su familia le enseñó a copiar:
Con sus parejas aprendió a moverse sin tocar, sin hablar,
sin expresar, sin molestar y eso era lo que esperaba de ellas. Exigirle más era
abusar.
Sus mujeres no eran elegidas por lo que ellas eran, sino
por lo que ellas le permitían seguir siendo a él. Mujeres adaptables,
flexibles, tanto que para algunos serían verdaderas contorsionistas. Mujeres
invisibles a ojos de él, molestas, si pedían. Mujeres que aprendieron, quien
sabe si en sus familias, que lo importante es aceptar al otro, adaptarse a sus
necesidades, hacerlo feliz, aunque se renuncie al propio bienestar. Eso nos
convierte en buenas personas, piensan, sin haber descubierto, aún, su mentira.
Con el tiempo, Marcos aprendió a mirar y a ver más allá
de sí mismo, y descubrió que lo que veía le interesaba. Y probó a tocar, a
sentir, a expresar…a elegir.
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