miércoles, 11 de enero de 2012

ESTA CULPA ES MÍA


No deja de sorprenderme lo escandalosamente “apegados” que estamos los hijos a nuestros padres. Intensamente. La mayor de las veces, de la peor manera.

Y la intensidad incluye también sufrimiento a grandes dosis y sobretodo, culpabilidad.
La mayoría de los padres no conocen a sus hijos. No tienen ni idea de qué piensan, sienten, desean o temen. Cuando son niños, porque sólo son niños y ya se sabe que no hay que tomárselos muy en serio, y cuando son adultos porque ya aprendieron a callarse. La historia es que en la adultez, los hijos se han convertido en extraños, en auténticos desconocidos para sus padres.

La cuestión, lo sorprendente, es que por alguna razón, los hijos se resisten a no ser conocidos por sus padres, y en especial por la madre, figura misteriosamente especial. Algunos se esfuerzan por brillar y ser el orgullo de mamá, otros matarían simplemente por ser visibles a sus ojos, por sentirse parte, por saberse válidos, que no valiosos, eso sería mucho soñar.

Pero hoy sólo quiero detenerme en la culpa. Me parece una sensación brutal, potentísima, que moviliza tanto como paraliza. Observo cuanto tiene que ver la culpa en la danza de acercamiento y alejamiento que los hijos adultos hacen hacia sus padres.

A menudo me cuentan con cierto fastidio, que el fin de semana toca “fichar” en casa de los padres “ya sabes, vamos a comer y así nos vemos, porque si no se quejan y para evitar enfados, bla bla bla…”
En realidad sospecho que lo que mueve a los hijos a visitar a los padres, no es la amenaza fantasma, sino la propia necesidad de cumplir como buen hijo para evitar la desagradable sensación de la propia culpa. Nos acercamos a ellos para evitar sentirnos culpables.

Pero a su vez, como una goma elástica, nos retrotraemos tan rápido como podemos de esos encuentros semanales. Se hacen visitas cortas, siempre habrá alguna excusa que permita la despedida y cierre del evento (que si el niño tiene que estudiar, que si tiene que venir el técnico, que si dicen que caerá un meteorito, que si parece que va a nevar…)

Alargar más de lo necesario esas citas obligadas (y deseadas) hace que nos sintamos mal. Cuando ya se ha comido y hablado del tiempo o del Gobierno, empiezan a aflorar las diferencias, o las carencias, o las hostilidades…Hemos rebasado el límite tolerado en sangre y ésta empieza a hervir; es el momento de poner pies en polvorosa, de agudizar el ingenio con la excusa más rocambolesca, de largarse a tomar viento tan rápido como se pueda, porque sino…Empezaremos a maldecir, o a no decir que es casi peor, y volveremos a sentirnos presos de la misma trampa: otra vez igual, es que mi padre/mi madre siempre dice(o no dice)…es que siempre hace(o no hace), y la queja se convertirá en tristeza, y ésta en rabia, y esta última en culpa, porque es de mal hijo pensar eso de tus padres, detestarlos, acusarlos…

Así que cuando la relación se intensifica nos sentimos atrapados y nos produce asfixia, claustrofobia…y necesitamos huir, escapar.

En realidad les protegemos protegiéndonos nosotros de unos “malos pensamientos” que nos hieren más que a ellos…

Curiosa paradoja: la culpa nos acerca, la culpa nos aleja.



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