
Observo con curiosidad cómo se comportan los triángulos. O
mejor dicho, las relaciones triangulares.
A simple vista, un triángulo parece
una forma bastante equilibrada, armoniosa en apariencia, y con buena base para su sostén. Pero si nos detenemos más, descubriremos que no es igual, ni en base
ni en altura, ni tampoco en distancias entre sus puntos, un triángulo equilátero,
que uno isósceles o escaleno. Nada que ver.
Mientras en el primero, la equidad entre sus puntos es
característica necesaria, no ocurre lo mismo con los otros dos. El peso de la
estructura se reparte en forma desigual, sobrecargando a alguna de las partes
para liberar a otras.
Como la vida misma. Sólo hay que estar atentos al dibujo que
construyen algunas relaciones, para ver qué clase de triángulo forman.
Me viene a la cabeza una familia que conocí hace algún
tiempo. Un padre ausente, una madre omnipresente y dos hijas
cercanas a los treinta y pico.
Una de las hijas, la pequeña, siempre fue algo difícil, de
carácter huraño y sobradamente caprichosa. Hacía lo que le venía en gana, con
actitud desdeñosa hacia la madre, sin importarle el sufrimiento ocasionado.
Efectos colaterales.
La madre, una mujer deseosa de entender a su querida hija, y
más aún, de dar y recibir un amor que no llegaba, buscó la comprensión y el
sosiego en su primogénita, que como un bastón, sostenía el peso de su angustia.
Pronto, la elegida descubrió las mieles del privilegio. Ser la confidente de su
madre le otorgaría un estatus de madurez que viviría como una bendición.
Retazos de amor en forma de confianza y responsabilidad: “Mi madre confía en mí
para desahogar su amargura ocasionada por las canalladas de mi hermana.”
Se olvidó, la pobre, de añadir que el sacrificio sería ella
misma, convertida en bastón de su madre, prisionera de una trampa: la búsqueda
de reconocimiento y gratitud, las migajas del hambriento.
Su hermana, el talón de Aquiles de su madre, y ella, el
bastón para su cojera.
Así pues, cada cual en su rol, el juego se iniciaba, y con el tiempo el triángulo se dibujó:
Una madre, que trasladaba a su bastón todo el peso de su, a
veces pena, a veces rabia, a veces preocupación, a veces miedo…a veces, nada.
Un bastón, que sostenía sin sostenerse.
Una hija, una hermana, que gritaba ser visible para quien más
la ignoraba: su querida y sufrida madre,
demasiado ocupada en liberar su culpa arrojándola a quien la escuchaba.
Sufrimiento compartido, repartido a partes desiguales,
perpetuándose, como un mal hábito.
El triángulo se transformó cuando uno de los vértices,
cansado de soportar fracasos, decidió moverse y emigrar a otro lugar No hay
nada más descorazonador que el sacrificio en vano.
El bastón entendió que sólo podía ser útil para los cojos,
los necesitados de apoyo, los inválidos.
Miró a su madre, miró a su hermana y
comprendió, que ni eran cojas, ni enfermas, ni inválidas. Ni ella bastón.
Se retiró permitiendo
que ambas se acercaran. Entendió que
estar en medio de dos puntos, a veces no une, sino ata. Haciéndose a un lado,
propició que las interesadas, sin intermediarios que mediaran, se vieran
forzadas a mirarse, y a resolver, cara a cara, acortando las distancias.
A menudo, hacer menos es hacer más…Matemática pura, geometría perfecta.
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