Sir Ernest Shackleton fue uno de los grandes exploradores que ha conocido el mundo. En 1914 inició una expedición a la Antártida, acompañado de una tripulación de veintisiete hombres. Tras cinco meses de travesía, su navío, el ya mítico Endurance, quedó atrapado en el hielo, y sus tripulantes, abandonados a su suerte.
Aquella fue una aventura de lucha diaria por la supervivencia, en la que no sólo debían combatir las inclemencias del tiempo y la dureza de los glaciares, sino también convivir con otros enemigos, quien sabe si más poderosos, el tedio y el miedo a morir.
Aunque todos ellos eran hombres duros, ajados en el arte del sufrimiento, necesitaron de alguien extrañamente optimista para que pudiera recordarles, sin mencionarlo, las posibilidades de éxito. Una empresa difícil cuando el objetivo de la expedición se sabe fracasado, y la nueva meta a alcanzar obliga a un desafío aún mayor: regresar a casa sanos y salvos.
Atrapados en medio de la nada, en un paisaje de tortuosos y gigantescos icebergs, rodeados de una delirante calma, y conscientes de que el barco jamás volvería a zarpar, los ánimos podían flaquear peligrosamente. Vivir en la incertidumbre. Para enloquecer, para desfallecer, para desistir, para abandonarse y dejarse morir.
Pues si alguna vez hubo en la historia un ejemplo de supremacía, es sin duda el de este hombre, Sir Ernest Shakleton, que con su actitud dura pero sosegada, generosa y, sobretodo, calladamente optimista, supo liderar a un grupo de hombres, para que sobrevivieran al desánimo del “estamos perdidos, no hay nada que hacer” y lo actuaran como “estamos perdidos, hagamos algo para no enloquecer”. Idearon disciplinas diarias para ordenar el caos de la nada en un tiempo sin relojes, crearon competiciones estúpidas que ayudaran a aguzar el ingenio y a permitirse unas risas, y destinaron sus días con sus largas noches, a preparar el siguiente día.
Y la lucha del Hombre contra la Naturaleza acabó como tan pocas veces acaba, en merecidas tablas. La naturaleza les robó casi dos años de sus preciosas vidas, pero ni un día más. Aquel 29 de mayo de 1917, la epopeya llegó a su fin, y esta odisea a buen puerto. Toda la tripulación, los veintiocho del Endurance, llegaban a la costa de Inglaterra, de regreso a la vida. Gracias a este hombre que valoraba la actitud por encima de la habilidad.
“Por encima de todo, Shackleton juzgaba a alguien por el grado de optimismo que proyectaba. El optimismo, había dicho, es el verdadero valor moral. A los que no poseían este don, los miraba con transparente desprecio (...)” (Caroline Alexander. Atrapados en el hielo)
En una ocasión, al encargado de vigilar y racionar los alimentos de la despensa, lo sorprendió atesorando raciones para su propio uso personal, y lo que le dio a entender con ese gesto ruin, no era sólo una actitud mezquina, egoísta e insolidaria, sino algo mucho peor en una situación extrema como aquella, le dio a entender que era un pesimista morboso, y que no confiaba en que tendrían suficientes provisiones para el futuro; de modo, que a partir de entonces, lo miró con ojos despreciativos. Condenaba, más que cualquier otra debilidad, la actitud frente a la vida, de descarado y mezquino pesimismo.
¿Qué sería de los intrépidos expedicionarios sin el “Hagámoslo, ¿y por qué no?”
La actitud optimista acerca a las personas y las puede llevar lejos, incluso a sobrevivir.
La actitud pesimista aleja a las personas y las puede llevar lejos, incluso a dejarse morir.
Y no hay que pensar sólo en los célebres exploradores...
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