Conocí a Martina una tarde cualquiera. Sus padres la arrastraron a terapia convencidos de su maldad. Con apenas doce años, había resuelto ser visible a ojos de sus padres. Demasiado joven para medir sus fuerzas, demasiado mayor para las pataletas. Buscó qué hacer y lo encontró. Inició su particular batalla con aquellas armas de que disponía. Sus padres, personas cultas y refinadas, para quienes la vulgaridad es sancionable, y las palabras malsonantes resultado de la reprochable mediocridad, vieron en su pequeña, al mismísimo diablo. Aquella niñita en apariencia dulce, explosionaba sin control. Sus accesos de ira sorprendían a sus padres, que presenciaban impotentes la temible escena. Aquella personilla, de apenas metro y medio, los tenía en jaque. Los insultos proferidos sonaban como alaridos en boca de alguien tan pequeño. Escogía los más soeces y los arrojaba contra sus progenitores con tal saña, que estos no atinaban a responder.
Y es que los niños necesitan saber que sus padres les quieren, y a veces, se nos olvida esta obviedad. Las llamadas desesperadas de cuidado y amor tienen muchas caras, no siempre dulces.
Martina fue criada por sus abuelos. Sus padres dedicados en cuerpo y alma a sus respectivas profesiones, habían logrado el éxito. Un trabajo prestigioso, buen salario y opciones de promoción. Por supuesto no a coste cero. El tiempo empleado de absoluta dedicación era clave. Largas jornadas fuera de casa, y escaso tiempo libre para otras distracciones. Mientras la niña fue pequeña no hubo quejas. Pero la niña creció, y empezó a necesitar y empezó a sentir y empezó a reclamar.
Sus padres construyeron su hogar evitando hablar de las cosas que de verdad importan. Destapar las diferencias parecía ser causa de conflicto, quien sabe si irresoluble. Por tanto, expresarlas hubiera sido una temeridad. Vivir en la aparente calma requiere buena dosis de energía. Árdua tarea la de la ocultación. Y es que ignorar los hechos, no hacen que estos desaparezcan, pero los mantiene a raya durante un tiempo. Sólo durante un tiempo.
Cuando Martina empezó a pensar por sí misma, descubrió muchos interrogantes. Sus padres, más compañeros de piso que pareja, competían por casi todo, en una veladísima pero intensa guerra subterránea.
Para alguien que está empezando a descubrir el mundo, es complicado ponerle nombre a las cosas que se ven, se oyen y se sienten. Mucho más si no pueden preguntarse ni entenderse. Las emociones campan a sus anchas por las mismísimas entrañas, dinamitando cualquier intento por acallarlas, y si no se expresan y resuelven, entonces, confunden, asustan y duelen.
Esa es la historia. Miedo a no ser alguien para alguien. El sufrimiento de quien se siente no formar parte de casi nada.
Estos padres destinaron su empeño a educar desde la barrera, sin demasiada implicación emocional. Proponiendo normas estrictas y asumiendo que la vida haría el resto. Pero la niña necesitaba saberse parte de sus padres, y decidió zarandearlos más allá de las buenas prácticas aprendidas con tanto ahínco. Dejó de regalarles buenas notas, dejó de comportarse como una niña modelo, educada y sensata, para dedicarse a la rebelión, a la discusión, a la provocación y a cuestionar los buenos hábitos familiares. Cuestionaba la idoneidad del “aquí no pasa nada”, y los desafiaba a cambiar. Sus padres, deseosos de que la pequeña volviera al redil, la señalaban como culpable del desasosiego familiar. Había roto las normas del aparente bienestar. Ciegos ante su propia irresponsabilidad e incapaces de asumir el necesario control, decidieron desoir el lamento desgarrador de una hija sufriente, en pro del bendito diagnóstico psiquiátrico que justificara tan aberrante conducta. Como no podía ser de otra forma, ellos habían sido unos buenos padres. La mala fortuna hizo el resto.
Martina se esforzaba por recibir, aunque fuera castigos. Eso demostraba que no era invisible, que de verdad importaba. Observó , además, que sus “arrebatos”producían un efecto inesperado: sus padres, silenciosos contrincantes, se unían en frente común. Magnífica revelación. Ahora conocía su enorme poder y estaba en su mano rentabilizarlo. Al fin y al cabo, sacrificarse para proteger a unos padres, no es un mal precio, debió pensar.
Y así lo hizo. Durante las semanas siguientes puso en práctica su nuevo hallazgo, aún sin saberlo, y suplicó en silencio que tanto sufrimiento sirviera de algo.
Pero no. No se arregló sino que empeoró, y mientras, la preocupación iba tiñéndose de impotencia en aquella casa.
Sus padres, ávidos de soluciones rápidas e indoloras, buscaron otras alternativas. Necesitaban algo distinto, un profesional que resolviera el misterio con una o dos palabras de rimbombante sonoridad. Un diagnóstico bastaría para comprender...y desculpabilizar. No lograron entender o no supieron explicarles, que no era maldad lo de su hija, sino búsqueda de amor. Que no era demencia sino clemencia. Que no era rabia sino dolor. Buscaban en un lugar donde no encontrarían…
Estos padres amaban a su hija. Deseaban que la niña fuera el vivo retrato de una inmejorable educación. Buena niña, obediente, respetuosa, amable, cariñosa, buena estudiante, y demás dechado de virtudes. Pero la niña además de todo eso, era también niña. Y a veces, tan inoportuna, irritante, desobediente, irrespetuosa, como cualquiera. Además, la llegada de la preadolescencia invitaba a cuestionar y desafiar el orden establecido. Caos para el que hay que estar prevenido. Y a estos padres los sorprendió sin previo aviso.
Su niñita de dulce rostro y suaves maneras, se había convertido en un ser tiránico, casi despreciable. Si no la quisieran tanto, sangre de su sangre, jurarían que era el mismísimo diablo.
Como en el ajedrez, el peón defendiendo a los reyes, aún a costa de su propia vida. Así aparecía en escena Martina, durante las sesiones de terapia.
Curiosa escultura. Sentada junto a su madre, buscando la mirada del padre. Pero el Rey no ve, el Rey no oye, el Rey no habla, diserta. Ensimismado en su propio discurso, cargado de razones, que no de razón, mientras ellas callan.
Escupe su enfado, que antes fue desconcierto, y arremete contra su hija, la malcriada. Ella debería saber, debería hacer, debería comportarse, debería asumir, debería ser…Pero Martina ya es. Es una niña, que piensa y que siente. Una niña sufriente.
Mamá mira a papá con la devoción de quien espera su oportunidad. “¡Yo también existo!” parece gritar. Y aprovecha las pequeñas brechas que ofrece la sesión, para entrever su maltrecha conyugalidad: Y es que él no sabe, y es que él no hace, y es que él no ve…
Quejas que esconden dolor.
Sorprendente repetición. Mamá reprocha a papá, papá reprocha a Martina, Martina reprocha a ambos.
Y es que los niños aprenden de lo que ven, no de lo que les cuentan.
2 comentarios:
Todo sería perfecto sin la imperfección de mi hijo. Pero tendría que ver mi propia imperfección? No fastidies. El problema es que mi hijo no sabe ser como yo quiero que sea. ¿qué se habrá creído ese mamarracho?...
Yo... soy rebelde porque el mundo me ha hecho asi..porque nadie me ha tratado con amor.. porque nadie me ha querido nunca oir..
Martina no es una creación.. como asi quisieran sus padres. Ella siente, sufre, piensa por si misma... mientras sus padres debaten sobre que ha salido mal en la perfecta formula que habian diseñado en esa "creación".
es mi punto de vista.
Mir I Am
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