
¿Una apisonadora?
Mari Dulce era una apisonadora.
Una mujer de cuarenta y muchos, con
aspecto amable y paso firme, de las que pisan fuerte. Casada con
alguien que parecía ser nadie y con dos hijos que eran mucho pero se
creían poco.
Mari Dulce, haciendo honor a su nombre,
era una mujer de rostro angelical, que no entonaba demasiado con sus
movimientos algo toscos y una actitud resuelta en exceso, como
sobreactuada. Una especie de contradicción andante. Una paradoja, si
lo preferís.
Ese tipo de personas que parecen decir
una cosa pero hacen otra.
Su historia familiar explicaría más
tarde esa forma de funcionar arrolladora, y su predisposición
frenética a adelantarse a los deseos de los demás para ofrecer la
más exagerada de las ayudas. Al acecho de cualquier oportunidad para
mostrarse servicial (que no servil).
Tanto ofrecimiento en apariencia
desinteresado pudiera parecer honorable y gentil, si no se observa
con detenimiento.
A la buena de Mari Dulce le movía un
gran corazón, no cabe duda. Su interés por los otros era grande. No
obstante, su necesidad de sacrificio demostrable era aún mayor, de
ahí que se anticipara a ofrecer favores, incluso cuando no eran
necesarios. Es más, a menudo no sólo no eran necesarios sino que
eran inoportunos. Aún así, al adelantarse a la petición de ayuda,
ponía a los otros en situación deudora.
Y ya se sabe que cuando uno se siente
en deuda, busca saldarla, pero...¿y si no le dejan? Pues se crea una
deuda perpetua.
Nuestra protagonista era experta en
endeudar a la gente sin darse cuenta.
Reconoceréis a los deudores por su
sensación culposa: “Es que me sabe mal decirle eso porque como lo
hace de buena fe” “siempre está atenta a hacerme un favor aunque
no se lo pida”
Y van creando a su paso más culpa que
agradecimiento, lo cual les proporciona un inmenso poder.
Son apisonadoras: Allanan terrenos, es
lo que saben hacer, sin darse cuenta que no todos los terrenos deben,
necesitan o desean ser allanados.
Nuestra Mari Dulce se entrometía en
las vidas ajenas apropiándose de ellas sin ser muy consciente.
Escudada en una labor de ayuda y buena fe usurpaba el derecho de cada
cual a decidir, negándoles la posibilidad de SER.
“Yo sé lo que necesitas. Ya lo hago
yo por ti” era su mantra. Lo repetía a todos sin excepción, a sus
hijos también. Entenderemos ahora que adelantarse al otro sin
preguntar, no es ofrecer sino imponer. Una forma de sobreprotección,
que lejos de proteger más y mejor, desprotege, invalida y niega. Una
bomba que implosiona en el otro estallando de dos formas: con
rebelión o con sumisión.
La primera hiere, la segunda mata.
Y es que hay dulces que amargan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario