
Las palabras nos unen y nos separan,
nos inquietan, nos aturden, nos sorprenden, nos emocionan, nos
entristecen, nos deleitan, nos irritan y también nos matan, sobre
todo, las que no han sido dichas o las que fueron ignoradas.
Decía William James que no hay mayor
regalo en la vida que la atención recibida
por otro ser humano, algo así como la constatación de la propia
existencia.
Y Teresa de Calcuta
atendiendo a los desatendidos, decía: “No hay peor enfermedad en
el mundo que no ser nada para nadie”, una prueba irrefutable de la
insoportable invisibilidad del ser.
Cuando el otro
atiende cuidadosamente a nuestras palabras, nos sentimos no sólo
escuchados, sino respetados y tomados en cuenta. Visibles. Una forma
de existir perteneciendo a algo más grande que uno mismo. Eso, a mi
entender, son las relaciones. Lugares construidos para habitar en
ellos de forma activa, dando y recibiendo, atendiendo y siendo
atendidos, con generosidad recíproca.
No era así como
“habitaban” Martín y Esperanza, una pareja joven, que rondarían
los treinta y pocos. Padres de dos hijos en edad escolar y dueños de
una vida que pudiera parecer apacible, si entendemos como tal, la
ausencia de discusiones, aunque la realidad describía más bien una
perturbadora presencia de silencios.
Cuando Esperanza
llegó a consulta no le salían las palabras, pero sí las lágrimas.
Su historia, también la historia de muchos, ya la había oído otras
veces.
Martín era un
hombre reservado, más bien frío, que lejos de expresar lo que
pensaba o sentía acerca de cualquier cosa, se mantenía callado, aún
cuando su mujer le preguntaba.
Habían pasado por
situaciones dolorosas que hubieran requerido abrazos compartidos y
muchas palabras, palabras de esas que escupen pena y limpian el
alma, palabras cortas y palabras largas, palabras impronunciables y
palabras mágicas, palabras y más palabras, benditas y necesarias
palabras. Pero no se dijeron y se perdieron en la Nada.
Esperanza buscaba
inútilmente que su marido le hablara, obteniendo en el mejor de los
casos un apático y vago “No sé”. Sus esfuerzos por conseguir
otra respuesta eran contestados con un silencio instigador. Y no era
enfado, no, más bien desaire, un gesto impertinente que por callado
subía de tono. Un desprecio palpable que no invierte en palabras.
El silencio
punitivo es castigador. Más incisivo que un cuchillo y más
mortífero que un grito.
Hubo un día que
Esperanza desafío a su buen nombre y dejó de esperar, y
milagrosamente a Martín le salió voz.
Lástima, dijo
ella, que tú llegues cuando yo me voy. Y esas fueron sus últimas
palabras.
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