lunes, 6 de octubre de 2014

SI NO HAY REMEDIO...

Se cansaban de acariciarla. No es que no fuera “acariciable”, sino precisamente porque lo era demasiado, y demasiado siempre es mucho, más de lo deseable.

Remedios era una mujer joven, rondaría los treinta y cinco. Sabiéndose hija de una historia de vida poco amable, aprovechaba su infortunio para contárselo a quien le pusiera orejas.

De ese modo ganaba amistades con la misma rapidez que las perdía, cosa que le confirmaba aún más su mala suerte en la vida. Lejos de preguntarse porqué las personas se alejaban de ella, se recreaba en su desdicha.

Las quejas eran su oración de gracias, porque gracias a ellas podía quejarse y llorar, y seguir quejándose y seguir llorando. Eso sí, este ritual debía hacerse en compañía, y ésta debía dar fe de tal injusticia, recibiendo los lamentos y acariciando con devota compasión a la desconsolada. ¿Qué es la amistad, sino? Poner el hombro para que se llore en él y acariciar...acariciar...

Y así Remedios, haciendo honor a su nombre, halló “el remedio” a su mal: “Si sigo llorando me seguirán acariciando.” Sin darse cuenta que la compasión cuando se exige se convierte en tiranía, y nadie razonablemente sano decide voluntariamente someterse a su mezquino mandato.

Un día, Remedios me dijo con renovado entusiasmo: “He hecho una amiga, mayor que yo, que me cuida mucho...las dos decimos que me ha adoptado” y sonrió sin darse cuenta que pronto volvería llorando porque la nueva amiga la habría dejado...

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