Hace algunas semanas presencié una escena tan curiosa como divertida. Estaba yo tomándome el peor café del mundo en un chiringuito de playa, con la mirada puesta en un chiquillo que rondaría los 5 años. El chaval jugaba a solas, esforzándose en encestar el balón en una canasta de ésas que instalan en la arena.
Me llamaba la atención su cuerpecillo diminuto, tan delgadito y nervioso. Se le veía como un torbellino de energía inagotable, moviéndose de aquí para allá, lanzando a canasta una y otra vez, sin siquiera acercarse remotamente a la altura de la red. Pero el chiquillo insistía sin desánimo, esperanzado en cada tiro. Lo miraba y me sonreía. Imposible, pensé. La dimensión del balón multiplica varias veces su tamaño. Demasiado pequeño. No tiene la fuerza suficiente para lanzar la pelota a semejante altura, mucho menos atinar a la canasta. Pero el niño no cejaba en el empeño. Ahora lo observaba con admiración. Me enternecía su voluntariedad, y sobre todo su ilusión intacta en cada tiro, como si esa vez supiera que lo conseguiría. En unos minutos me vi animándolo desde mi cómoda posición de espectadora, dejando salir un tímido “Uuuyyyy” cada vez que rascaba la red. Así pasaba el tiempo hasta que ocurrió lo para mí inimaginable, y para él, lo inevitable: la bola entró. Sí, doy fe que lo consiguió. Yo me emocioné y poco me faltó para levantarme y hacerle la ola, sobre todo cuando el niño, incrédulo a pesar de haber demostrado confianza en su perseverancia, miró nerviosamente a su alrededor, moviendo la cabecilla con inquietante alegría, de un lado a otro, buscando afanosamente a su padre, quien deseaba le estuviera mirando en ese preciso instante en el que tocó la gloria…Pero no hubo suerte. Nadie fue testigo de su triunfo. El niño no sabía qué hacer, parecía querer correr hacia algún lado gritando: ¿Lo has visto?? ¡Lo he conseguido! Pero se quedó inmóvil. El momento había pasado y nadie pudo ser cómplice. La escena me conmovió, y levanté los brazos para aplaudirlo, aunque el chaval no me vio. Segundos después, correteaba con su hermana, disfrutando del placer de disfrutar, y sabiendo para sí, que sí pudo.
El éxito suele ser alcanzado por los que saben que el fracaso es inevitable.
Curiosamente, a los pocos días, vi un anuncio en TV, de una conocida operadora de telefonía móvil, que me recordó esa misma escena…Necesidad de compartir las buenas noticias. Instinto de socialización, de pertenencia, a través del reconocimiento y la valoración.
Ves como valgo la pena…
6 comentarios:
Celebro volver a leerte. No sabes lo mucho que te he echado de menos. Me encanta. Así de sencillo.
me ha encantado Mayte, especialmente como has sido capaz de meterte en su marco de referencia y me lo has transmitido a mí al leerte. Me ha hecho gracia que justo ayer leía algo en relación con el estudio evolutivo de la conciencia moral según Kohlberg y me ha recordado a la etapa "convencional" en la que el niño "desarrolla los conceptos de bueno o malo en relación con las expectativas que tienen sobre él las personas significativas (tienen lugar entre los 6 y 9 años)". Sigue así Mayte que me encanta como escribes!!
Que poco elegantes quedan los comentarios que el que los hace no puede sustraerse de aprovechar la ocasión para su propio lucimiento. El correo está para algo.
Ah, qué gran escena la de un niño intentando superar los límites, y qué grande la escena de alguien compartiendo sus conocimientos con los demás y poniéndolos por escrito. ¡Qué lástima que haya gente que no lo pueda entender! Tal vez es que no se ha cuestionado sus límites mentales...
J.L.
Que elegancia… desde que descubrí tu blog lo sigo con fervor religioso, aunque hoy haya llegado tarde espero cada nueva entrada con el mismo entusiasmo que los capítulos de mis series favoritas. Me encantan tus reflexiones y tu forma de escribir. Siendo joven que sabia eres. Chapó Mayte
I don't know where the limit is, but i know where it is not...
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