“Las cosas no funcionan entre nosotros, pero nos llevamos bien porque no discutimos nunca”
Frases como ésta rechinan en mis oídos como las uñas de un profesor arañando la pizarra; y hacen que mis labios emitan un ruidillo peculiar como de silbar hacia dentro. Qué sensación tan curiosa…lo de la pizarra. En la escuela se producía esa especie de sonidito bucal colectivo (que yo mantengo) como una breve aspiración hacia dentro, fruto de una sensación confusa, mezcla de susto y rabia, que apenas duraba un segundo, pero cuyo efecto arrollador conseguía congelar el momento y paralizar la clase. Unas risas al unísono, un instante de complicidad compartida, y vuelta al punto de partida. Un fugaz paréntesis que nos permitía despertar de la aburrida clase.
A día de hoy, frases como esa me despiertan otras cosas menos cándidas.
¿Dónde hemos aprendido eso? ¿Quién nos enseñó que discutir es malo?
Discutir es estupendo, altamente recomendable y muy saludable. Deberían prescribirlo los señores médicos. Ahorraríamos en fármacos antidepresivos, en ansiolíticos, y ni te cuento en aspirinas para el dolor de cabeza, o protectores estomacales para la acidez… En fin, que no sólo el tabaco es malo para la salud, vamos.
Me reitero: soy fan del arte de discutir y proclamo sus beneficios saludables. Eso sí, hay que saber discutir. Discutir no es enfurecerse como maníacos y escupirse a la cara sin saber a dónde apuntar ni con qué fin. Hay que aprender a discutir bien. Discutir es tener la libertad y capacidad para expresar al otro las diferencias de parecer sin agredir, sin someter. Discutir es plantear opciones distintas y valorarlas. Implica permitirse uno mismo y al otro, descubrir sus verdades, sin cortapisas ni tapujos, con honestidad y sin brutalidad. Todo un arte, sí.
Cuando las parejas se niegan la oportunidad de “discutirse”,se niegan a escucharse y se niegan como pareja. Se cierran posibilidades. Y se vive miserablemente en una absurda mentira de anhelos y reproches silenciados, en soledad compartida. En falsa calma. ¿Es eso llevarse bien?
Atreverse a discutir con la pareja es respetarse a uno mismo y a quien escogimos para compartir un proyecto de vida común. Es un acto responsable. Encontrar el modo de expresar al otro lo que pensamos y sentimos es señal de fortaleza y valentía, de coherencia y salud mental. Enfadarse es parte del trato, es una respuesta legítima basada en un reconocimiento y aceptación de los aspectos odiosos, molestos o enervantes de nuestra pareja, porque haberlos hailos, qué caray. Todos somos rematadamente “odiables”. Algunos le llaman “odio cooperativo” (Jane G. Goldberg) y lo defienden como parte del amor cooperativo y maduro, justificadísimo por los inevitables rasgos odiables del otro. El amor maduro no puede ser siempre bueno, cálido y maravilloso. Ni debe serlo.
Qué sentido tiene evitar el conflicto, si callarlo no hace que desaparezca, sino todo lo contrario, lo perpetúa y lo alimenta. Se invierte más energía en evitar decir algo (en andarse con pies de plomo), que en decir aquello que necesitamos decir y que sea escuchado.
Y después de la tempestad, vino la calma…
1 comentario:
Fenomenal entrada.
Magnífica exposición. Ni sobra ni falta nada. Las echaba de menos.
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