Fueron niñas dulces, obedientes en exceso, sumisas, consideradas…que cuando se convirtieron en anoréxicas cambiaron radicalmente el carácter, volviéndose tozudas, exigentes con los demás, irritables y arrogantes. Un cambio difícil de digerir para sus familias…tan correctas, tan perfectas.
Tras la honorable fachada del "todo está bien", estos padres no permitieron que sus niñas expresaran emociones de rabia, protesta o disidencia “¡En esta familia no se discute, no se pelea, todo marcha maravillosamente!” afirman con contundencia.
¡Así que aprendieron a ser “buenas niñas”, calladas, obedientes y correctas!. Crecieron sumisas esperando órdenes o guías que seguir. Volcadas absolutamente en los deseos de los demás y acallando la satisfacción y expresión de los propios.
Una dulzura envenenada, que en realidad escondía un terrible sufrimiento: no ser suficientemente buenas como se esperaba de ellas. Presas del miedo a defraudar y a no ser queridas.
Fueron niñas muy exigidas, que se comparaban permanentemente con los compañeros de clase para “superarlos”, para ser “la más, la mejor”. Una competitividad que no vivían como reto de superación personal, sino como angustiosa necesidad de ser tenida en cuenta, valorada (el reconocimiento de los otros configura la propia valía. ¡Yo soy alguien si ellos deciden que lo soy!)
Sus padres, ajenos al drama, recuerdan a su hijita como “la nena perfecta”, “la envidia de los amigos”. Obediente, educada, correcta en las formas, destacaba entre los niños de su edad porque no daba ningún problema, dicen orgullosos. No entienden la presión y el estrés tan angustiante que pudo vivir esa niña tan complaciente. Desconocen que esa obediencia y corrección, extrañas para la edad, ocultaban un penoso objetivo: ganarse el amor de sus padres, la aceptación y valoración como persona, que nunca llegaba por más que se esforzara. Sentía que no era merecedora de ese amor, así que se esforzaba aún más. Destacar en el colegio por sus notas brillantes o en algún deporte o actividad, podía reclamar fugazmente la atención de los orgullosos padres, aunque fuera por sus logros y no por la persona en que se había convertido.
Su voluntad siempre estuvo supeditada a la de los demás, por tanto, nunca se planteó qué deseaba ella. No se creyó con derecho.
Y cuando la adultez le obligó a decidir sobre cuestiones de la vida, se sintió perdida y abrumada. Incompetente.
Tras la honorable fachada del "todo está bien", estos padres no permitieron que sus niñas expresaran emociones de rabia, protesta o disidencia “¡En esta familia no se discute, no se pelea, todo marcha maravillosamente!” afirman con contundencia.
¡Así que aprendieron a ser “buenas niñas”, calladas, obedientes y correctas!. Crecieron sumisas esperando órdenes o guías que seguir. Volcadas absolutamente en los deseos de los demás y acallando la satisfacción y expresión de los propios.
Una dulzura envenenada, que en realidad escondía un terrible sufrimiento: no ser suficientemente buenas como se esperaba de ellas. Presas del miedo a defraudar y a no ser queridas.
Fueron niñas muy exigidas, que se comparaban permanentemente con los compañeros de clase para “superarlos”, para ser “la más, la mejor”. Una competitividad que no vivían como reto de superación personal, sino como angustiosa necesidad de ser tenida en cuenta, valorada (el reconocimiento de los otros configura la propia valía. ¡Yo soy alguien si ellos deciden que lo soy!)
Sus padres, ajenos al drama, recuerdan a su hijita como “la nena perfecta”, “la envidia de los amigos”. Obediente, educada, correcta en las formas, destacaba entre los niños de su edad porque no daba ningún problema, dicen orgullosos. No entienden la presión y el estrés tan angustiante que pudo vivir esa niña tan complaciente. Desconocen que esa obediencia y corrección, extrañas para la edad, ocultaban un penoso objetivo: ganarse el amor de sus padres, la aceptación y valoración como persona, que nunca llegaba por más que se esforzara. Sentía que no era merecedora de ese amor, así que se esforzaba aún más. Destacar en el colegio por sus notas brillantes o en algún deporte o actividad, podía reclamar fugazmente la atención de los orgullosos padres, aunque fuera por sus logros y no por la persona en que se había convertido.
Su voluntad siempre estuvo supeditada a la de los demás, por tanto, nunca se planteó qué deseaba ella. No se creyó con derecho.
Y cuando la adultez le obligó a decidir sobre cuestiones de la vida, se sintió perdida y abrumada. Incompetente.
Aunque esto puede cambiar si dejamos de ser presos de nuestro pasado, y dueños de nuestro presente.
La jaula dorada, de H. Bruch
1 comentario:
yo fui una de esas niñas, y jamas habìa leido una descripciòn mas acertada de mis sentimientos por aquel entonces; con catorce años me diagnosticaron anorexia, hace ya mas de veinticuatro años, necesitaron reunirse todos los medicos de mi ambulatorio, no sabián lo que me pasaba , yo pesaba 34 kg y a mis padres les dijeron que podia morirme de hambre; me contaron muchas cosas y no me sentia identificada con ninguna de ellas, no era que quisiera estar delgada, no odiaba a mis padres, tenia mas que ver con el control, el control sobre mi misma, el control de la situaciòn , demasiadas exigencias para alguien tan pequeño a dia de hoy lo entiendo, entonces no...yo tenia que ser esa niña modelo, era la mayor , era muy lista, era muy buena...no podia mostrar caracter; ha dia de hoy todavia me cuesta, esa correciòn sigue siendo marca de fabrica cuando entre al instituto y la adolescencia la cosa se complico y en mi cabeza se produjo un cortocircuito , ya no sabia procesar de la misma manera; tarde mas de cuatro años en salir de aquel agujero al fina mis ansias de libertad me salvaron...gracias por poner una pieza mas en mi rompecabezas personal , necesito entender para superar; todavia padezco de culpabilidad impuesta a veces.
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