viernes, 9 de noviembre de 2012

GRADOS DE DERROTA


No deja de ser curioso lo de algunas parejas. Llegan armados hasta los dientes. Puedes verlos entrar con paso firme y rostro exhausto, y es que llegan cansados pero dignos, dispuestos a batallar, sin treguas, sin respiro. Porque al enemigo, ni agua.

Se sientan alejados, cada cual en un extremo del sofá, simulando un ring.
No se miran. Me miran. Me habla el uno del otro como si el otro y el uno no estuvieran allí. Se acusan. Se escupen lindezas. Se recriminan. Mucha rabia y sobre todo dolor. El dolor disfrazado de rabia es punzante. Hiere, tira a matar.

Y transcurre el asalto entre campeones de la desdicha. Un izquierdazo por aquí, un gancho por allá. No se escuchan. Sólo se oyen a sí mismos buscando mentalmente qué decir para contraatacar, para ganar. Es lo que hacen los combatientes. No resuelven, perpetúan. Nadie quiere ser vencido sino vencer. Cargarse de razón, que no de razones, sin darse cuenta que la razón nunca tiene un solo dueño, como La Verdad. Y para colmo, ¿a quién importa?.

¿Es el otro el enemigo? Si se compite se busca vencer al vencido, sin pensar que hay que vivir con él.
Ese baile de boxeo, atacarse y defender, sin escuchar o proponer, o siquiera disculparse o intentar entender, es un baile penoso. Cansino. Yermo. Los luchadores aún no han descubierto que jamás uno vence. Jamás.

Si el otro se derrota, si está mal, si se hunde, el vencedor lo hace con él, porque vivir al amparo de la amargura no es vivir bien, por muy laureado que uno esté.

Pero la miel del triunfo se saborea, aunque nunca se haya probado ni se vaya a probar jamás.

El absurdo hecho verdad: Antes de empezar una batalla hay que asegurarse de que el enemigo no sea uno mismo…



Escena tomada de la película "La guerra de los Rose", director Dani De Vito


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